Cuenta una historia que hace mucho tiempo, mucho antes que la mujer o el hombre fuesen siquiera humanos, existió una pareja condenada a la lejanía. Dos fuerzas opuestas, tan ciegas, que no se percataron de su cruel destino hasta que arrolló su mundo.
Era el amor y el odio, la extraña pareja condenada a encontrarse por toda la eternidad. A pesar de buscar refugio en brazos mas afines, el amor en el cariño y el odio en el rencor, sus caminos siempre volvían a cruzarse en un mismo punto.
La tristeza.
La de uno de añoranza, la del otro la de la eterna duda del error.
Fue tal fuerte su lazo que cuando el ser humano fue humano, se vió infectado casi al momento por ellos. Por un lado, por el dulce aroma del amor, por el otro, con acido olor del odio, pero siempre dejando tras de sí el oscuro agujero del recuerdo.
Aquella lucha hizo peligrar las frágiles almas de aquellos pequeños seres mortales, y temiendo que fuesen teñidas con la locura, fue el tiempo quien tuvo que finalmente tomar cartas en el asunto.
Primero habló con el amor. Obligandole a no perder su mirada en las nubes del cielo, sino a mirar al camino, sin prisas, observando con calma cada paso.
Después habló con el odio, y tras mucho insistir, consiguió arrancarle la promesa de olvidar mirar las pisadas que había recorrido. Daba igual que fuesen huellas en la calzada o resbalones en el barro, puesto que lo importante, era observar siempre los pasos que aun le faltaban por recorrer en el camino.
Así fue como el tiempo pudo mediar entre la eterna pareja, que aun hoy en día, cruzan sus caminos en la tristeza.
Era el amor y el odio, la extraña pareja condenada a encontrarse por toda la eternidad. A pesar de buscar refugio en brazos mas afines, el amor en el cariño y el odio en el rencor, sus caminos siempre volvían a cruzarse en un mismo punto.
La tristeza.
La de uno de añoranza, la del otro la de la eterna duda del error.
Fue tal fuerte su lazo que cuando el ser humano fue humano, se vió infectado casi al momento por ellos. Por un lado, por el dulce aroma del amor, por el otro, con acido olor del odio, pero siempre dejando tras de sí el oscuro agujero del recuerdo.
Aquella lucha hizo peligrar las frágiles almas de aquellos pequeños seres mortales, y temiendo que fuesen teñidas con la locura, fue el tiempo quien tuvo que finalmente tomar cartas en el asunto.
Primero habló con el amor. Obligandole a no perder su mirada en las nubes del cielo, sino a mirar al camino, sin prisas, observando con calma cada paso.
Después habló con el odio, y tras mucho insistir, consiguió arrancarle la promesa de olvidar mirar las pisadas que había recorrido. Daba igual que fuesen huellas en la calzada o resbalones en el barro, puesto que lo importante, era observar siempre los pasos que aun le faltaban por recorrer en el camino.
Así fue como el tiempo pudo mediar entre la eterna pareja, que aun hoy en día, cruzan sus caminos en la tristeza.
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