Cuando otro sábado llega a su fin entre la lluvia y las risas, entre los abrazos o las confesiones forzadas a base de vasos de txupitos demasiado largos para poder beberlos de un trago, te das cuenta que nada cambia. Sigues interpretando tu papel, ese predilecto, ese que sientes que llevando hasta los extremos de la necedad, ese lugar, donde no quieres interpretar los gestos, donde no quieres ver lo que tus ojos te ofrecen, tu cerebro quiere que piense y el resto de tu cuerpo quiere sentir.
Es el deseo interno, ese que desborda todo hasta llegar a tus conciencia, tus miedos, esas sensaciones que te hacen dudar incluso cuando tus cartas marcan una escalera real.
Te haces el sueco o tal vez el escoces y sientes que volviste a perder una oportunidad con unos ojos dulces, con una boca afilada y una sonrisa tan canalla que el resto puede considerarse historia. Es esa necesidad de echar la culpa al tiempo, a la gente, al universo o cualquier otro factor externo, cuando la realidad es tan simple como las pelotas que te sobraron simplemente para intentar robar un momento a menos de cinco centímetros.
Es estonces cuando todo seguirá igual, sin importar en lo que te conviertas, sin importar en lo que digas que eres. En el fondo, seguirás siendo tu, el mismo de siempre, con tus cruces y muros, con tus perjuicios propios y vergüenza ajena, simplemente tu.
Alguien que escribe a las siete de la mañana en un portatil, que le cuesta teclear y que quiere escuchar una buena canción como buena compañía antes de tumbarte en la cama para dejar que el domingo te diga que otra semana está por comenzar para que nada vuelva a cambiar.
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Renaciendo
Hace 9 años
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