Le había mentido, aunque intentó mantener la compostura según su boca pronunciaba aquellas palabras, sus ojos le contaron otra cosa muy distinta. Miedo. Conocía de sobra aquella oscura sentimiento, lo había sufrido y causado a partes iguales a lo largo de los años como para identificarlo, olerlo o sentirlo sin ningún tipo de duda.
Lo aprendió el mismo día que nació cuando su nombre era otro, el primero de tantos, una palabra que a pesar de querer ofrecerle la buenaventura terminó por convertirse en el inicio de su maldito camino.
Nació en el seno de una pequeña tribu en mitad del desierto, un lugar tan remoto, que el progreso aún no había devorado a la tradición.
Por eso, cuando llegó a aquel mundo necesitó un nombre para atar su nueva alma a su joven cuerpo, pero al abrir sus ojos por primera vez, sus pupilas resultaron completamente diferentes a las de cualquier otro miembro del poblado. Tan azules como el cielo mas claro de verano, en fino contraste con su piel color azabache.
Una bella combinación, que sin embargo, despertó a su alrededor el miedo, una simple anomalía que en el mundo moderno se hubiese explicado como una simple rasgo genético, pero que en aquel poblado, se convirtió en un augurio de fatalidad.
Los ancianos del lugar decidieron pedir consejo al chamán del pueblo, quien vaticinando que un demonio de los cielos había poseído el cuerpo del pequeño, practicó durante días rituales de purificación, habló con sus ancestros por medio del trance e incluso realizó sacrificios de animales para calmar al espíritu. Pero nada de todo aquello cambió sus ojos y viendo peligrar su posición como consejero, optó por acabar con su vida untando sus labios con un poco de veneno de serpiente.
Para cuando los padres del pequeño vieron los síntomas y entendieron lo que sucedía, el pequeño agonizaba bañado en el frio sudor de la fiebre. Su padre, sumido en una mezcla de rabia, pena e impotencia, acudió hasta la casa del hechicero en un desesperado intento por suplicar por la vida de a su hijo.
Sin embargo el chamán no solo hizo caso omiso a aquella suplica, sino que sin atisbo de duda sobre de la maldad de aquellos ojos, intentó convencer al hombre que la única manera de salvar al pequeño era ofreciéndoselo a la muerte. Una cruel sentencia que provocó que la desesperanza de su padre se tornase en locura, hasta el punto, que su mente se nubló, cogió un enorme cuenco de madera maciza y golpeó hasta la muerte al hechicero.
Contra todo pronóstico y como si aquel asesinato hubiese calmado a la muerte, el niño sobrevivió para obtener su nombre, no así su padre, quien sin poder continuar viviendo tras haber arrebatado una vida, abandonó a su familia para encontrar la muerte despeñándose por un acantilado. Fue llamado Nkisi en honor a los espíritus con forma de serpiente bicéfala que protegía el equilibrio entre la luz y la oscuridad. Un nombre elegido por los ancianos en un intento por proporcionar paz al alma de aquel pequeño que, lamentablemente, no cumplió su objetivo.
El tiempo pasó para que el hijo del hechicero heredase el título de que había regentado su padre, quien consumido por la venganza, utilizó su influencia para castigar al joven que había causante de la muerte de su padre. Inventó historias, maldiciones y profecías, cuyo único fin, fue envenenar los oídos de los habitantes del pueblo hasta convertir al joven de ojos claros en un paria para sus propios semejantes.
Nkisi siempre supo quien era el instigador de todas aquellas habladurías, pero a pesar de ello permaneció impasible, evitando en todo momento ofrecer razón alguna para que aquellos rumores acabasen por convertirse en realidad. Sabía que si mantenía la calma y esperaba a cumplir los catorce ciclos de edad, todo aquello quedase atrás.
La tierra es de todos y todos son de la tierra.
Aquella promesa obligaba a cada uno de los habitantes a defenderse los unos a los otros, el mismo juramento, que desde el albor de los tiempos todo aquel que llegaba a la edad adulta pronunciaba delante de las tumbas de sus ancestros tras pasar la prueba que les convertía en adulto. Un reto en el que debían demostrar sus dotes como cazador y tras poner en práctica todas las enseñanzas de los cazadores mas veteranos, conseguir una pieza con tan solo la ayuda de una lanza.
Fue por ello por lo que entreno sin descanso, aprendiendo todo lo que los ancianos les enseñaban sobre cada planta o animal de la peligrosa Sabana, sufriendo las frías noches en la intemperie o los calurosos y sofocantes días para poner para poner en practica cada uno de los aprendizajes que adquiría, mientras el resto de los jóvenes se divertían. Siempre bajo la atenta mirada de su hermana mayor que se encargó de llevar comida y agua cuando perdía la noción del tiempo, quien sin hacer caso de los crueles comentarios que escuchaba sobre él del resto de los habitantes, observaba su sacrificio con una sonrisa de satisfacción en la boca.
Al llegar el día en el que se vería puesto a prueba supo que estaba preparado para superarla. Cuatro fueron los elegidos para someterse a la iniciación y como mandaba la tradición, los ancianos les despidieron a la puerta del poblado, no sin antes, recordarles que pasase lo que pasase se mantuviesen alejados de los dominios de los grandes felinos.
Tan pronto como se internaron en la Sabana sus tres compañeros se alejaron de su lado no sin antes lanzarle una serie de miradas repletas de desprecio. Se alejaron entre despreocupados gritos. Pero aquello no era ningún juego para él ya que su futuro y el de su familia, dependía de su éxito aquel día, así que espero paciente, esperando a que los demás jóvenes se perdían en la lejanía para cambiar de dirección y dirigir sus pasos hacia una charca escondida entre la maleza a unos cientos de pasos hacia el oeste. Un lugar apenas conocido por ningún habitante de la región y que descubrió por puro azar durante uno de sus largas sesiones de entrenamiento.
Las veces que visitó aquel lugar pudo comprobar como algunos antílopes se acercaban para saciar su sed lejos del peligro de sus depredadores y cuando llegó, observando como una hermosa gacela bebía despreocupada, no pudo evitar esbozar una sonrisa de satisfacción.
Se acercó con suma lentitud, evitaba realizar cualquier ruido y buscando siempre situarse en contra del viento para que el animal no pudiese olerle. Paso a paso, deslizando sus pies con gráciles movimientos hasta colocarse a una distancia donde no podía fallar su tiro. Calmó su respiración hasta poder oír sus propios latidos, acompasando sus movimientos como antes había hecho cientos de veces, levantando su lanza, tirando hacia atrás su brazo y tras coger una última bocanada de aire manteniéndolo en sus pulmones, arrojar su arma atravesando limpiamente el cuello de su presa.
Había superado la prueba.
Se acercó al cuerpo sin vida pero en el momento que quiso recuperar su lanza, el eco de un desgarrador rugido lo inundó, un sonido que aunque lejano no le hizo dudar que procedía del lugar donde moraban los grandes felinos.
El pensamiento que el resto de los jóvenes estuviesen en peligro se dibujo en su mente, fue solo una idea que intentó sin éxito sacársela de la cabeza. Quiso pensar que tan solo se trataba de una leona cazando, que nadie sería tan estúpido como para intentar enfrentarse a una fiera cuya letal rapidez, no era rival para unas simples lanzas. El rugido resonó de nuevo e intentó quitarle importancia aunque sabía de sobra que aquello tan solo se podía tratar de una señal que auguraba la muerte. Pero por mucho que lo intentase, por mucho que quisiese pensar que tan solo se debía tratar de una leona cazando ajena a los otros tres jóvenes, por mucho que cada centímetro de su cuerpo le empujase a volver con su recién adquirido trofeo para convertirse en un cazador de pleno derecho de la tribu, algo dentro en su interior, le impidió moverse a sabiendas que aquellas ideas que surcaban su cabeza, tan solo eran excusas para evitar enfretarse a una lucha cuyo único desenlace posible, era su propia muerte en fauces de aquel gran felino.
Sin embargo algo le decía que aquel rugido no era por ninguna presa, comprendiendo que si abandonaba a aquellos estúpidos a su suerte, traicionaría la sagrada promesa bajo la que juraba cada miembro de su tribu. Sin perder un instante arrancó su afilada arma de la inerte gacela y tras maldecir su mala suerte, corrió todo lo que pudo hacia lo que probablemente sería su última cacería.
No tardó en localizar el origen del sonido para comprobar horrorizado como sus peores augurios se hacían realidad. Una enorme leona acechaba al único joven que aún se mantenía a duras penas en pie y que sino hacía algo rápidamente para remediarlo, correría la misma suerte que los dos cuerpos que yacían inertes en el suelo bañados en un charco de su propia sangre. Gritó para atraer la atención del animal y tan pronto como el felino se giró ante aquella nueva presa, lo apremió para que corriese en busca de ayuda.
Cuando comprobó que el joven estaba a suficiente distancia centró toda su atención en el enorme felino. Se movía a su alrededor pausadamente, sabía como se abalanzaría puesto que durante mucho tiempo, había observado con fascinación cada uno de sus letales movimientos desde la distancia, esa perfecta sincronización cuyo único fin, era terminar rápidamente con la vida de su presa. Era un depredador perfecto, tanto, que tan solo un gran golpe de suerte le haría salir de aquella lucha con vida.
Apretó los dientes, sujetó con fuerza la lanza e intentó calmar sin éxito su cada vez mas acelerada respiración.
Fue mucho mas rápido que las veces que le vio cazar a sus presas y de no ser por todo lo aprendido durante los meses en el desierto, aquellas zarpas le hubiesen partido por la mitad. Saltó hacia atrás por puro instinto, manteniendo su lanza en alto como única defensa ante aquel enorme depredador sintiendo como un agudo dolor le recorría el pecho. El animal le había herido y su pesado cuerpo lo aplastó contra el suelo sin posibilidad de defensa ante los afilados dientes que cerrarían a continuación sobre su desprotegido cuello.
Sin embargo por segunda vez en su vida fue indultado por la propia muerte.
En su caída, la lanza perforó por puro azar la yugular de la leona acabando con su vida al instante. Pero a pesar de aquel golpe de fortuna, no salió indemne, le costaba tomar aire y sin apenas fuerzas, logró deshacerse del mortal abrazo del felino muerto. Se levantó con suma dificultad y tras comprobar que la grave herida de su pecho no había resultado mortal, se dispuso a recorrer el largo camino de vuelta al poblado.
Fue entonces cuando escuchó un leve gemido procedente de su espalda y al girarse, pudo observar como uno de los jóvenes aún mantenía un hilo de vida. Se acercó apretando los dientes ante el dolor de su pecho y tras agacharse a su lado, observó que la gravedad de su herida lo mataría en cuestión minutos sino hacía nada por remediarlo. Se incorporó sintiendo como otra punzada atravesaba su pecho y tras respirar hondo un par de veces en un intento por serenarse, abrió el vientre del animal para usar su intestino como improvisado torniquete en un intento por detener la hemorragia de la pierna del malherido joven.
Una vez auxiliado, buscó a su alrededor hasta encontrar las plantas que necesitaba para evitar que sus heridas se infectasen y tras arrancar unas cuantas, las masticó hasta conseguir hacer una pasta con ellas para untarlas en ambas heridas.
Al terminar necesitó un segundo para recuperar el aliento, miró al cielo y comprendió que no llegarían antes que el sol se pusiera en el horizonte. Tenía que pensar algo con rapidez sino quería morir bajo la fría noche de la Sabana, así que tras sacar su cuchillo, realizó una serie de precisos cortes e incisiones para despellejar lo mas rápido que pudo al animal. Subió a su espalda al joven y tras cubrir a ambos con su pelaje, emprendió el camino de regreso al poblado intentando hacer caso omiso al incipiente dolor que recorría su pecho.
El sol no tardó en desaparecer y como había previsto la temperatura descendió con rapidez. El frio se alojó en cada resquicio de su magullado cuerpo, sus labios se amorataron, sus piernas temblaban a cada paso y las pequeñas nubes de vaho, surgían de su boca con su acelerada respiración. El entumecimiento de sus brazos no tardó en propagarse por el resto de su cuerpo e ironía del destino, fue aquel mortal frio, lo que le permitió continuar andando sin que perdiese el conocimiento. Paso a paso y guiado únicamente por la luz de las estrellas, caminó hasta vislumbrar en la lejanía las luces de las antorchas del poblado, tan agotado por el esfuerzo, que ni se percató que el joven que cargaba a su espalda había muerto durante el trayecto.
Después perdió el conocimiento.
Cuando despertó habían cambiado los vendajes de su herida aunque no evitó que sintiese una intensa punzada dolor en el pecho al intentar incorporarse. Cogió aire con suma lentitud y tras mirar a su alrededor comprobó que no estaba solo en aquella cabaña. A su lado, uno de los ancianos le observaba con gesto serio y al cerciorarse que estaba consciente, le comunicó que debería abandonar el poblado lo antes posible.
El joven que había sobrevivido al ataque, insistió que fueron sus ojos los que atrajeron a la leona o por lo menos, eso había dicho el hechicero tras tratar las heridas del joven cazador.
A pesar de sentir odio por aquel mentiroso, entendía la postura del consejo, cuya única labor, era proteger a las temerosas personas a su cargo. Pero aunque le obligasen a abandonar su hogar había superado la prueba y por lo tanto, pertenecía a aquel lugar tanto como cualquier otro habitante. Un derecho que utilizó sin dudarlo para evocar la regla mas sagrada de su pueblo y hacerle prometer que si se marchaba de su hogar sin causar problemas, tanto su madre cono su hermana estarían bajo la protección de consejo.
El anciano realizó aquella promesa mientras el gesto de su arrugado rostro a sabiendas que aquello evitaría que la violencia se desatase en el poblado.
En el exterior le esperaban todos los habitantes, en silencio, expectantes a cada uno de sus movimientos. Sin preocuparse por el resto de las miradas, se acercó a su madre queriendo decirle que nada de aquello había sido culpa suya, pero no lo necesitó, su mirada le dijo que sabía la verdad. Se fundió con ella en un largo abrazo de despedida y tras separarse para repetirlo con su hermana, esta no pudo reprimir el llanto mientras le suplicó que no les abandonase.
Aquella imagen le rompió el corazón, sin embargo, debía cumplir con su promesa y no faltar al respeto a aquel ancestral lugar donde aquellas palabras eran como un lazo, una cadena invisible que tan solo podía desatar la propia muerte.
Así fue como dejó su poblado y se convirtió en un nómada del desierto al que la soledad le transformó agilizando sus sentidos, analizando los movimientos de los animales y su entorno, hasta convertirse en algo mas que un simple cazador
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