2/07/2012

LO ULTIMO ANTES DE CERRAR


Creo que antes de dejar esto en el baúl de los "proyectos de futuro incierto" les debo a las tres personas que me han aconsejado, corregido y sobre todo, apoyado para formar este borrador que quise convertir en el inicio de mi nuevo proyecto.

Nere
Ainhoa
Txino
Gracias.

ROJO CARMIN

Traspasa el umbral de su casa, golpeándose contra las paredes en un desesperado intento por llegar a tiempo al baño. Los recuerdos se agolpan en su cabeza con tal violencia que las náuseas se apoderan de su cuerpo casi al instante. Se arrodilla y, sin apenas tiempo para reclinar la cabeza, siente cómo el desagradable sabor del vómito inunda su garganta. Su cuerpo comienza a temblar fruto de las cada vez más violentas arcadas, mientras su mente, se encarga de trasportarle de regreso al pequeño y bello pueblo donde nació.

Aquel paraje de ensueño que escondía un lado oscuro.

Un lugar donde cualquier mujer con una aspiración mayor a la de convertirse en una servicial ama de casa era fuente de habladurías e hirientes comentarios. Sin importar si tu marido regresaba de madrugada con la ropa impregnada en perfume barato o si tenías que salir a la calle con gafas de sol en pleno invierno. Un lugar en el que siempre se debía mantener la sonrisa en señal de sumisión, como una fiel cordera a la espera a ser devorada por su íntimo lobo.

Fueron esas ganas de comenzar una nueva vida sin ningún tipo de cadena las que impulsaron a su abuela a vender la parte de la empresa familiar que le correspondía como herencia cuando su marido murió, si bien era cierto que su nieta le importaba demasiado como para dejarla a merced de aquel cruel destino con tintes de servidumbre. Por eso, cuando cumplió la mayoría de edad, pagó su acceso a la universidad en un intento por alejarla de aquel lugar repleto de depredadores.

Su cuerpo le da un momento de tregua que no duda en aprovechar para levantar la cabeza e intentar calmar su cada vez más acelerada respiración, se limpia la boca con la mano y el rojo carmín mancha su rostro. Sabe que tan solo se trata de algo pasajero, conoce muy bien aquella sensación puesto que no es la primera vez que su memoria le atormenta con aquella fatídica noche de Julio.

Cuando bajó del autobús estaba anocheciendo y el sonido de un trueno precedió a una monumental tromba de agua que hizo que se empapara por completo en cuestión de segundos. Sonrió ante la agradable sensación de la cálida lluvia sobre su piel, hasta que cayó en la cuenta de que el agua podía estropear su pequeño y recién adquirido relicario de plata, una joya cuyo interior albergaba una vieja fotografía de su bisabuela y que había acompañado a su abuela durante toda la vida, un talismán que ahora le pertenecía como regalo por el inicio de aquella nueva etapa.

Guardó con mucho cuidado el colgante en el interior de la camiseta y, sumida en los sueños que le deparaba su prometedor futuro en la ciudad, continuó su camino.

Después su recuerdo se volvía borroso.

El ruido sordo de un motor acompañado de aquella deslumbrante luz siempre precedía a la asfixiante sensación de estar tendida en el suelo. Tumbada y sumisa ante la acelerada respiración de su agresor mientras recorría con su asquerosa mano la blanca piel de sus piernas. Pero, sobre todo lo demás, si cerraba los ojos, aún podía oler aquella pestilente mezcla de sudor y tabaco de mascar que, a pesar de la oscuridad, le ayudó a identificar al desalmado que le manoseaba buscando sus rincones más íntimos. Se trataba de aquel joven de sonrisa perfecta que siempre había intentado invitarle a dar una vuelta en su ruidosa moto y, ante el cual, muchas chicas del pueblo habían cedido cada uno de sus encantos.

Ella siempre se negó a convertirse en un apetitoso majar y, tal vez porque se sabía enterado de que aquel verano se marcharía lejos de sus garras para siempre, él decidió robar lo que nunca le perteneció.

Lo último que recordaba era el fuerte tirón que arrancó su ropa interior y cómo sus lágrimas resbalando por sus mejillas se mezclaron con la lluvia. Después tan solo había oscuridad.

Su terapeuta siempre le explica que aquella es la forma en la que su mente bloquea los malos recuerdos. La manera en la que su cabeza intentar omitir algunos dolorosos detalles de aquella traumática noche. Pero ella sí que recuerda, lo que sucede, es que debe proteger aquellos recuerdos.

Todo volvía a cobrar nitidez en la oscuridad de aquel viejo tocón, escondida entre las sombras de aquel bosque, mientras sentía cómo el dolor se mezclaba con el sabor metálico de la sangre y mantenía el puño cerrado, con tal fuerza, que parecía que en su interior estuviese protegiendo su propia alma. Aunque, sobre todo, se acordaba de ella.

Estaba a su lado, mirándole con aquellos enormes ojos de color verde que por alguna razón le resultaban tan familiares. Sus labios, perfectamente visibles gracias a la coleta que mantenía recogido su largo pelo negro, estaban manchados de sangre. Le sonrió, y, tras posar una de sus estilizadas manos sobre su cerrado puño, comenzó a separar sus agarrotados dedos para descubrir el macabro tesoro en forma de dedo amputado de su interior.

Aquella vez también, las náuseas se agolparon en su garganta, solamente superadas por la imperiosa necesidad de emitir un desgarrador alarido. Un grito que nunca surgió puesto que un rápido movimiento de su desconocida salvadora le tapó la boca.

Fue entonces cuando se percató del aroma a lavanda que desprendía la desconocida.

Por eso no nunca dice nada a su psiquiatra, tiene que proteger la identidad de la Cazadora. Aquella chica que durante su niñez le había protegido en los momentos difíciles de la vida y que, ahora, necesita desesperadamente que regrese a su lado. La misma persona que jamás regresaría porque ella misma se había encargado de alejarla para siempre.

Se conocieron siendo niñas. Aquella tarde estaba asustada y corría sin mirar atrás por el bosque que rodeaba el pueblo. Entonces la vio, recogiendo lavanda para su madre y, en ese mismo instante, como si aquel dulce aroma hubiera disipado cualquier temor en su interior, sintió que aquella niña de largo pelo moreno y pecoso rostro, debía convertirse en su mejor amiga. Se acercó y, tras presentarse, ambas se convirtieron en inseparables.

Le acabó apodando la cazadora por su especial habilidad para atrapar cualquier bicho, o por esa agilidad felina para trepar hasta la copa de casi cualquier árbol, aunque su nombre real era Cora. No iba a la escuela y era su madre la encargada de su educación, por eso, jamás la había visto en el colegio a pensar de tener su misma edad. En su rostro siempre había dibujada una dulce sonrisa en forma de invitación permanente a las mil y una aventuras que día tras día le proponía.

Durante los meses que permanecieron juntas sintió que nada malo podría sucederle y así fue hasta aquella fatídica tarde en el río.

Las náuseas regresan con aquel nuevo recuerdo pero no le queda nada más que expulsar en su vacío estómago. Tan vacío como lo estaba su alma. Aquella es su penitencia, su pago por haber elegido dejar de lado a la persona que tanto se preocupó por dibujar una sonrisa en sus tristes labios.

Le tenían expresamente prohibido ir a jugar allí pero su amiga le convenció y, tal y como había hecho infinidad de veces, desoyó las palabras de sus padres. Tan pronto como llegaron junto a la orilla, Cora comenzó a saltar sobre las lisas piedras que servían de puente natural y ella la siguió, pero no era ni tan rápida ni tan ágil como la cazadora. Chilló, pero su amiga no le escuchó y, temiendo que se marchase sin ella, comenzó a saltar con mayor rapidez. Ni siquiera esperaba un segundo entre salto y salto. De pronto, la mala suerte quiso que su pie resbalase y se golpease con fuerza contra las rocas.

Despertó horas después en el hospital con un terrible dolor de cabeza. La voz de su madre se podía oír a través de la entreabierta puerta de la habitación, sonaba preocupada y estaba hablando con otra mujer.

Un ruido procedente de la ventana le hizo girarse y vio a Cora, saludándole alegremente desde el otro lado del cristal. Abrió la ventana y, cuando la cazadora entró en el interior, no perdió ni un instante en comenzar a relatarle las mil y una aventuras que les esperaban cuando le dejasen volver a casa.

El sonido de la puerta al abrirse interrumpió a la cazadora y ésta, tan rápida como un gato, se escondió debajo de la cama justo a tiempo para evitar ser descubierta por la mujer de bata blanca que entró un segundo después en la habitación.

La recién llegada le prometió que pronto estaría en casa pero, antes, debía encontrar a Cora porque sus padres estaban muy preocupados. Había preguntado por su paradero a su madre justo antes de entrar en la habitación y le había dicho que si alguien podía saber algo sin duda era ella.

Lo que ni se podía imaginar que se escondía debajo de su propia cama.

La doctora le miraba con gesto serio mientras insistía en que los padres de su amiga estaban realmente muy preocupados hasta que, finalmente, y aunque sintiese que traicionaba a su amiga al contarlo, acabó confesando su escondite.

Viéndose descubierta, su amiga salió de debajo de la cama, pero la doctora ni siquiera se molestó en saludar a la cazadora. En vez de eso, esbozó una tierna sonrisa y tras cogerle con dulzura de las manos, le pidió que se despidiese de Cora para que pudiese seguir descansando.

Después salió de la habitación.

Su amiga estaba triste y no quería por nada del mundo separarse de ella pero, pensando que sus padres estaban esperándole, finalmente le convenció con una promesa. Pasase lo que pasase, siempre se protegerían la una a la otra y tras sellar la promesa como hacían los niños (escupiéndose en las palmas y se dándose un fuerte apretón de manos), su amiga abandonó la habitación por la misma ventana que había entrado.

Con el paso de los días, sus compañeros de clase fueron visitándola pero su amiga nunca regresó a aquella habitación. También la doctora empezó a ir a su habitación casi a diario. Dibujaban juntas y hablaban de muchas cosas pero siempre que intentaba contarle alguna historia vivida junto a Cora, la doctora le interrumpía y, tras acariciarle el rostro, le recordaba que tal vez nunca más volvería a ver a su amiga porque sus papás, muy preocupados tras lo ocurrido en el río, habían decidido mudarse a la ciudad.

A ella le entristecía escuchar aquellas palabras y, noche tras noche, lloraba en silencio.

Hasta que llegó un día dejó de llorar.

Con la visita de los niños de su clase y las conversaciones con aquella mujer su tristeza fue desapareciendo, hasta que llegó un día en el que la mujer de bata blanca le dijo que podía volver a casa. Se alegró mucho al oír aquellas palabras y, ansiosa por regresar al colegio para poder jugar con todos sus amigos, se vistió, con el pulso acelerado, se puso el vestido azul y aquellos zapatos nuevos de color rojo.

Siempre recordaría aquel día por la sonrisa en el rostro de su madre cuando le dio aquellos zapatos, aunque nunca olvidó tampoco la promesa que hizo a su amiga.

Aquella noche Cora regresó. Lo hizo como lo haría la heroína de cualquier cuento, apareciendo en el último instante para salvarla de ser devorada por el cruel lobo.

Cuando el ruido de la moto desapareció en la lejanía su vieja amiga le acompañó hasta la puerta de su casa, se despidió de ella, no sin antes recordarle la promesa de que nunca más la dejaría sola de nuevo y desapareció entre las sombras de la noche.

Entró en casa en silencio y, aún descompuesta por lo que acababa de suceder en aquel oscuro bosque, se dirigió con paso renqueante hasta la sala de estar donde sus progenitores veían la televisión cómodamente sentados en sus enormes sillones de piel. Su padre ni se molestó en separar la vista de la pantalla y, de no ser por el grito de sorpresa de su madre al verla cubierta de barro, ni siquiera se hubiera percatado de su presencia. Intentó hablar, pero ninguna palabra brotó de su boca e, instintivamente, buscó en el interior de su destrozada camiseta el pequeño relicario, solamente para comprobar que el cierre se había doblado y no se volvería a abrir hasta muchos años después.

Sintió cómo una creciente asfixia se apoderaba de su cuerpo, el aire dejó de entrar en sus pulmones y, sin poder soportar aquella intensa presión en su pecho, rompió a llorar.

Finalmente, una temblorosa voz comenzó a brotar de su garganta relatando todo lo ocurrido aquella noche, sintiendo que con cada palabra que surgía de su boca, cada centímetro de su ser se sumergía un poco más en la oscuridad.

Al concluir la cruenta historia no se sintió liberada y, de no ser por el cálido abrazo de su madre, probablemente se hubiese derrumbado allí mismo. Fue un tierno gesto que, sin embargo, tan solo duró el tiempo de las palabras que le acompañaron.

Por el bien de la familia, debes olvidar lo ocurrido”.

Aquella orden disfrazada de súplica le sorprendió de tal manera que las lágrimas dejaron de brotar al instante de sus ojos. Totalmente desconcertada, observó a su padre, quien le observó con aquella mirada mezcla de decepción y asco grabada en sus pupilas. Mirada que quedaría grabada en su memoria para siempre.

Sin entender lo que sucedía, bajó la cabeza y se dirigió a su habitación. No comprendía el motivo por el que su propio padre había reaccionado sin mostrar el menor ápice de compasión tras la brutal agresión que había sufrido, ni por qué lo único que se había dignado a decir su madre era que olvidase lo ocurrido. Unas preguntas que no se resolverían hasta unos años después, cuando se enterase de que aquel desalmado no se trataba de otra persona que el hijo pequeño del socio de su padre. Pero en aquel entonces solamente el vacío fue dueño de sus pensamientos.

Tras entrar en su cuarto, abrió la ventana y, sin fuerzas siquiera para encender la luz, se tumbó en la cama mientras el dolor recorría cada una de las heridas de su cuerpo. Una leve llama procedente de un mechero iluminó durante un instante la estancia. Lo suficiente para que viese la silueta de su salvadora sentada cómodamente sobre la repisa de la ventana.

Se incorporó y, al acercarse con paso renqueante a su amiga, la luz de la luna iluminó su estilizada figura. Vestía unos pantalones vaqueros, una camiseta de tirantes negra y unas llamativas deportivas de color rojo sangre que atrajeron su atención.

Sus miradas se cruzaron durante unos eternos segundos hasta que, finalmente, rompiendo el sepulcral silencio, Cora tomó la palabra. Había observado la reacción de sus padres y le ofreció todo lo que ellos le acababan de negar. Para ello tan solo tenía que dejar su mundo sin mirar atrás, olvidarse de todo y comenzar una nueva vida junto a ella.

La joven escuchó aquellas palabras y durante un instante estuvo tentada a aceptar aquella generosa oferta, pero su sueño se lo impidió. Siempre había soñado con estudiar en una buena universidad, aprender y forjarse una vida lejos de aquel pueblo. Además estaba su abuela. Ella sabría darle el amor que sus padres le habían negado y, a su lado, no tenía duda de que encontraría un nuevo futuro para su vida. Por eso renegó de aquella proposición, decidiendo continuar con su sueño a pesar del doloroso revés que había sufrido aquella noche.

La cazadora le miró, esbozó una triste sonrisa como respuesta a su negativa y, tras decirle que algún día volvería para hacerle de nuevo aquella tentadora oferta, saltó por la ventana para fundirse de nuevo con las sombras de la noche.

Con aquella enigmática respuesta como despedida, Cora desapareció otra vez durante años.

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