Uno de los mayores pecados del ser humano es creerse conocedor de una
razón universal que nos mueve e incita para que realicemos grandes cosas.
Marcar la huella. Convertirnos en alguien con la suficiente importancia como
para que el tiempo no nos devore a base de olvido.
La realidad reside en los pequeños detalles.
Esos momentos en los que sin hacer nada realmente épico te hace sentir
genial.
Es ver una película o dos en buena compañía entre una pareja que acoge a
este Vasco con los brazos abiertos, entre monos gigantes y Xenomorphos,
disfrutando de algún exorcismo que otro, aliñado con un fantasma con instinto
maternal, que hacen que las vacaciones sirvan exactamente para pulsar el
interruptor de desconexión.
Es volver a ver a ese dibujante cuya cabeza está repleta de mundos
surrealistas, únicos y tan genuinos que te instan a volver a golpear teclas
para darles vida.
Días de dar trabajo a los pulmones, brindar con el amigo Jackie y comer
con la satisfacción de esas cosas que se hacen “con cariño”
La verdad es que son esos instantes los que te ayudan a comprender que tu
puzle nunca estuvo incompleto sino con las piezas desperdigadas. Una en el
norte. Otra en el Este y la última en la capital, todas importantes, ni más ni
menos, simplemente únicas e irrepetibles como para perder el miedo a sentir de
nuevo.
Es una decisión.
Tal vez esas tres piezas me han ayudado a saber que la cuarta siempre
estuvo allí.
Tapada por los miedos y sumergidas en pensamientos de un futuro que lo
único que hace es atenazar el presente, ahogándolo, evitando que sirva como
excusa para disfrutar del momento sin buscar otra cosa que la tranquilidad de
la verdad.
La culpa fue siempre mía, tal vez incluso se le puede llegar a llamar
infección, un virus que pillé a través de las historias que escribí aquí. Esas
de finales épicos o amores atormentados entre dos mares, como un velero a la
deriva, buscando la necesidad de llenar un vacío que nunca estuvo allí. Una
necesidad a superar las perdidas. La autodestrucción de alguien con afán por
inmolarse contra el sol, de ahogarse en el espacio por querer tocar la luna o
ser tragado por un agujero negro cuando buscaba la estrella más brillante.
Utópicos deseos de alguien que ha vuelto a aprender a mirar al suelo.
Es en la tierra donde esta lo verdaderamente único, lo ves en una pareja
que se quiere sin necesidad de grandes alardes, no…no lo ves, lo sientes cuando
estas a su lado. Un buen aprendizaje para volver a la rutina, con treinta y
cuatro, habiendo superado la edad de ese salvador, pero sin la necesidad de
obrar milagros.
Sin la necesidad de andar sobre las aguas.
Simplemente con ganas de seguir caminando sobre la tierra, sorteando los charcos de la complejidad ajena, deseoso de saltar sobre la claridad propia. La simplicidad de estar al lado de quien quiera que estés, sin necesidad de frases caducas, ni lo políticamente correcto o lo humanamente posible. La belleza de lo imperfecto y la sabiduría de disfrutar de lo realmente importante.
Esa simplicidad infinita de los pequeños detalles.
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