Nos encerramos en nuestras propias espirales de intimidad
basadas en nuestros miedos. Temores que forjamos desde niños, echan raíces y
terminan por germinar como una enredadera que atenaza, ahogándonos, forjando
una obligación de nunca estar conformes con nuestra vida.
Siempre queremos más nunca conformes.
Penitentes de una gula sin convertirlo en pecado capital
sino mera necesidad de buscar una motivación. La manera de seguir forjando el
camino que nos obligan, matando los sueños por la vida perfecta, esa que pase
ni pena ni gloria. Sentados frente a nuestros televisores, sumisos a la
monotonía como si de una nueva religión se tratase y el consumismo transformado en deidad para formar un perfecto equilibrio muerto.
El santo Grial del siglo XXI.
Casa grande, mujer o marido guapo y trabajo con horario de
oficina.
Lo mismo de todo, incluso cuando queremos salir de nuestra
propia espiral, nos encontramos con nuevas barreras, hacemos todo complicado, mirando
siempre hacia arriba sin valorar las pequeñas cosas a ras del suelo. Un beso,
una caricia o un sentimiento rebotando entre las entrañas y el pecho. Pequeñas nimiedades
que sin embargo son las que terminan por convertirnos en algo grande.
Nuestra red emocional, que siempre regresa a los recuerdos,
porque todos los buenos momentos de nuestra vida serán eso. Pequeños detalles
como una visita, un regalo o una persona. Una canción o una película. Un libro.
Detalles que serán únicos no por la grandilocuencia de ese instante, sino por
la intimidad del momento. Un millón de piezas para una única memoria.
O como ocurre en este vídeo 5 personas para una guitarra...simplemente magnifico.
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