11/25/2013

EL FINAL DE LOS MINUTOS

Hace unos días leí una frase que resumía bastante bien la sinrazón humana:
Si tenemos que enseñar a nuestras hijas a defenderse para que no sean violadas, algo no funciona en esta sociedad.
No puedo estar más de acuerdo.
Vivimos en la indignación constante de tener que ser testigos impotentes de la barbarie, el acoso o incluso la muerte, de mujeres a manos de seres que solo tienen de humano el número de su documento de identidad.
Es la justificación de lo injustificable de esta lacra social, que hay quien quiere obviarlo mirando hacia otro lado o incluso pensar que es lo normal. Una anormalidad que deberíamos arrancar de raíz si tuviéramos el valor de hacer frente a ese enquistado y casposo pasado que aún resuena en el presente que, amparándose en la sombra de una cruz, incluso
se atreven a publicar amagos de manuscritos, sobre la sumisión del género femenino para convertirse en devota esposa.
Aunque hoy no voy a hablar de la enfermedad social sino de los síntomas.
Lo primero es tener claro que nadie nace xenófobo, racista o machista. Las niñas o niños no sienten impulso alguno al ver a alguien del sexo opuesto desnudo, como mucho, una sana curiosidad del motivo por el cual unos tienen pilila y las otras huchas. No se trata de genética sino de un mal inculcado a base de aprendizaje erróneo, somos quienes envenenamos su inocencia a base de pequeños detalles socialmente aceptados, pero que quedan grabados en sus retinas como algo normal a pesar de ser erróneo.    
Es esa chica que se pone un vestido corto y pensar que lo hace porque quiere que la miren, la piropeen o directamente, babeen palabras ofensivas sobre lo que harían con ella a solas. Un pensamiento de analfabetos. Su elección de vestirse así es porque ellas mismas se sienten guapas, no necesitan que nadie se lo diga o buscan provocación alguna de carroñeros con un microondas entre las piernas.
Aunque decidiesen ir con las tetas al aire, nadie excepto ellas, tienen derecho a valorar su decisión.
Para que nos entendamos.
Imaginemos nuestras barrigas cerveceras y la decisión de cubrirla con una camiseta de licra porque nos apetece, de esas que marcan, para que cuando salgamos a la calle cada persona se cruza con nosotros nos pregunten sobre nuestro embarazo, cuando empezaremos a volar por los aires o si somos piñatas andantes.
Sé que no son comparables pero entendéis a lo que me refiero y hasta me atrevería a asegurar que alguno acabaría usando las manos en vez de las palabras.
Tenemos que empezar a pensar que ellas no son princesas esperando príncipes azules o muñecas de porcelana que necesitan la protección de un hombre. Olvidamos algo tan esencial como que sus ovarios les recuerdan a base de dolor que son mujeres una vez al mes o que son ellas, tras nueve meses cargando con ese peso extra, quienes traen una nueva vida al mundo de unos cuantos kilos de ser humano.
No es que sean invulnerables, ellas necesitan apoyo como cualquier hombre, ni más ni menos, puesto que si algo existe que no haga diferencia entre géneros son los giros de la vida.
Esta es la lacra que nos convierte en una sociedad tan débil como lamentable que debemos derruir desde la base. Tenemos que dejar de programas niños para ser futbolistas o niñas amas de casa, ni balones ni cocinitas, sino aprender a escucharlos e intentar saber que motiva a esas pequeñas personitas que en unos años se convertirán en nuestro futuro. Debemos de censurar ese amago de música que habla sobre lo macho del cantante por haberse acostado con un montón de tía o dejar de reír la gracia de esos bufones tóxicos que venden que el futuro está en convertirse en cuerpos objetos para triunfar en la vida.
Debemos educar bajo la tolerancia, sin restricciones de ningún tipo y omitiendo las barreras sociales. El día que rompamos el día de esa cadena y aprendamos que lo mejor que podemos inculcar a las nuevas generaciones es a pensar por ellas mismas.
En ese momento tendremos derecho a llamarnos SOCIEDAD

En ese momento se terminarán los minutos de silencio.   

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