El anciano se giró y miró a los ojos a aquel joven que reconoció al instante. Sabía que tarde o después regresaría a por su nombre, sabía que así debía ser, como del mismo modo todos nacemos, vivimos y morimos.
Le dijo que tomara asiento y el joven obedeció sin separar la mirada de aquel anciano que lejos de parecer malvado, solamente desbordaba paz.
Le pidió que antes de devolverle su nombre le dejara contarle porque lo hizo, a lo que el joven que aunque ansioso, no tenía prisa alguna, accedió.
El anciano le dijo que según le observó aquella primera vez es su pueblo natal, vio la luz en sus ojos. Una luz fuerte, bondadosa, épica..una luz llamada a ser especial y una luz que no podía estar prisionera de un nombre.
Por eso decidió comprar su nombre.
El hombre no entendía realmente a que se refería el anciano con aquellas palabras y el anciano como buen viejo sabio, se dio cuenta de ello. Cogió entonces una pluma y en un papel escribió algo rápido y de un solo trazo, algo del tamaño de un nombre, si la escritura se pudiera medir.
Después lo dobló, lo metió en un sobre y se lo entregó al joven, no sin antes hacerle prometer, que no abriría el sobre hasta que regresara a su pueblo.
El joven no pudo decir que no a la petición del anciano y le dijo que cumpliría su voluntad.
Entonces se levantó, se despidió del anciano y abrió la puerta de salida pero el viejo, como si de un adivino se tratase, le dijo que sus palabras cobrarían sentido cuando su viaje terminara.
Y el hombre antes niño salió de aquella casa, con su tesoro en forma de nombre debajo del brazo.
