Cada cierto tiempo me pongo a pensar demasiado, un
defecto de fábrica, que termina por hacerme comprender que a veces tendría que
haber tomado otro camino. El remordimiento que siempre va intrínseco a la toma
de decisiones, la paradoja de darle demasiado a la cabeza tras haber aprendido
a cerrar entre las costillas en el corazón. Una cicatriz del pecho que forja a
cada uno de nosotros sumergiéndonos en la duda si realmente te gusta lo que
haces o llegará a servir para algo.
Todo nace entre las notas de la banda sonora que nos
acompaña como ADN a lo largo de nuestras vidas, la mía nunca pudo haber sido
lineal, un continuo naufragio entre la chulería de un Loco y la dulce traición
de aquel que con voz quebrada siempre camino por las calles de luces de neón.
Son los momentos de duda.
Es esa necesidad de crear algo único, sin fecha de
caducidad, golpeando las teclas como una imitación descolorida de un
desgarrador poema de Bukowski, sucio y directo, bordeando la realidad hasta
desnudar el alma más dura. Genios. Personas que consiguen entrar en la gente
que sabe escuchar y produce la envidia ante la creación, pensando que son las
mismas letras que miras en el teclado pero sin esa esencia.
Son los momentos que te asomas al abismo.
La duda nace de lo simple, esa necesidad de buscar un
público a quien dirigir los aullidos inconexos, buscar a personas que puedan
sentir lo que transmites, aunque a veces sea desconcertante y otras, roce el
caos. Desnudándote. La manera de vivir una pasión que nunca será lo
suficientemente lineal para no meterte en el fango.
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