A veces un desconocido me mira desde el otro lado del
espejo. Desafiante. Sin otro corazón que el que me muestra al levantar el dedo
de su mano izquierda. Un profeta del futuro
empedrado que siempre termino eligiendo como destino.
No importa la dirección.
Cuando se me calienta la boca y el cerebro se apaga para dejar
al sentimiento tomar el control.
Unas veces convirtiendo la lengua en una tierna sucesión de
palabras envueltas en saliva. Dulces. Jugando cual tahúr a construir una
efímera torre de naipes para llegar hasta un cielo de cartón.
Otras bajando a los helados infiernos repletos de témpanos
puntiagudos. Afilados e hirientes. Preparados para cortar la piel hasta llegar
al hueso y teñir de carmesí el suelo. Heridas abiertas que el veneno de las
sílabas repletas de veneno penetra hasta infectarlas o al menos creando
cicatrices.
El resto del tiempo buscando el equilibrio a ras de tierra.
Aprendiendo lo difícil que es caminar recto mientras te
obliga a saltar a la pata coja. Un juego. La manera que ha encontrado ese desconocido
de intentar secuestrar a Peter Pan y robarle así, la frescura que mantenga un carácter
que con los años comienza a estar cada vez mas agrio.
Es mi despertador.
Aquel que me vuelve a base de ostias a la dura realidad, sin tacto o buenas maneras, directo a mis ilusiones para que deje de pensar en sueños de tinta y papel. Enemigo del amor envuelto en mariposas estomacales, haciéndome ver mi propia hipocresía, cuando escondo tras las líneas el anhelo que me ofrezca una oportunidad de un futuro con nombre de mujer.
Es el riesgo.
La vergüenza de mi propia prudencia que por miedo al sangriento rechazo no me permite mirar hacia delante. Carcelero de la legión atrapada tras las costillas de mi pecho, el lugar donde el pasado, pesa como la losa que cubre el nicho donde descansa la felicidad.
Un perro rabioso que muerde cuando se siente acorralado sin importarle si se trata de la mano que le da de comer, irracional, el mayor hijoputa que ninguna madre quiere como vástago.
Es mi despertador.
Aquel que me vuelve a base de ostias a la dura realidad, sin tacto o buenas maneras, directo a mis ilusiones para que deje de pensar en sueños de tinta y papel. Enemigo del amor envuelto en mariposas estomacales, haciéndome ver mi propia hipocresía, cuando escondo tras las líneas el anhelo que me ofrezca una oportunidad de un futuro con nombre de mujer.
Es el riesgo.
La vergüenza de mi propia prudencia que por miedo al sangriento rechazo no me permite mirar hacia delante. Carcelero de la legión atrapada tras las costillas de mi pecho, el lugar donde el pasado, pesa como la losa que cubre el nicho donde descansa la felicidad.
Un perro rabioso que muerde cuando se siente acorralado sin importarle si se trata de la mano que le da de comer, irracional, el mayor hijoputa que ninguna madre quiere como vástago.
Ese reflejo me da miedo pero he de quererlo. No puedo
alejarlo. Su mirada fría de iris azul es la cruz de mi propia moneda. La imagen
que forjaron los palos de la vida para transformar las puñaladas por la espalda
y la desesperanza envuelta en besos, en personajes. Una creación destructiva
que descompone la realidad para transformarla en algo ficticio repleto de
situaciones que, aunque imaginarias, siempre tienen algún retazo de mi propia
memoria.
No puedo expulsarlo o acallar sus reproches aunque rompiese
el espejo. Los dos somos uno. Limitados por separados y equilibrados en conjunto
puesto, que aunque opuestos, ambos compartimos los mismos demonios.