Cuando todo el mundo habla del futuro como visión para ver el fin de la
mierda, nos hace perder la perspectiva, el norte que nos suele aportar el
tesoro de los pequeños momentos.
La falta de aire nos hace escapar hacia delante sin mirar atrás o a los
lados, siempre hacia delante y olvidar los momentos, buenos o malos, con tal de
encontrar nuestro perfecto equilibrio.
El secreto es que nunca existe dicha meta.
Tal vez ahora sea mas duro dada la vergüenza que nos hacen ver el
resultado de una sociedad corrompida por el poder absoluto de la mentira de la
política o el mundo rancio de manos largas e inexistente arrepentimiento.
Es cierto que el asco ante el silencio de los asesinos de traje que no
les tiemble el pulso al echar a familias de sus casas o el miedo que dan la
impunidad de aquellos que deberían proteger a los ciudadanos y sin embargo los
asesinan a base de pelotas tan ilegales como la muerte que llevan consigo.
Ciudadanos que son disfrazados con nombres como terroristas, tan
hipócritas como sus promesas para conseguir el poder o las asquerosas palabras
con las que llenan de mierda sus bocas, al usar el nacismo para intentar
desviar la atención sobre la pleitesía que siempre han mostrado al poder.
Ciertamente son cosas como estas las que terminan por deprimirte.
Es entonces cuando nos refugiamos en los pequeños momentos, esos
instantes que no son grandes hazañas o momentos épicos. Pequeños instantes
pateando la ciudad que uno de los mejores cantautores, ese del sur con voz
quebrada acompañando su vida de vino y rosas, le dedicó una canción. Observar
el arte ajeno y disfrutar de confesiones propias. Vivir al margen de los
problemas diarios, mintiéndonos piadosamente, sintiendo que durante unas horas
todo parece no tener importancia. Compartir una canción especial a cambio de un
bar preferido en una ciudad ajena.
Detalles.
Pequeños detalles que forman el gran puzzle que nos hacen sonreír los
días de tormenta.
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