La promesa es una peligrosa arma que se suele
utilizar de manera aleatoria y sin ningún tipo de control. Esa necesidad de
complacer los oídos ajenos bajo la carencia total de cualquier responsabilidad,
nos mueve lo básico, desde el orgullo hasta el miedo de decir una verdad
incómoda.
Incluso eso es asumible.
Sin embargo cuando la promesa se utiliza de manera
racional, con una razón medida y un fin
que para nada es aleatorio, es cuando todo se vuelve sucio como agua turbia. El
canto de sirenas ante el cual nos incitan a olvidar lo ocurrido durante años,
ese narcótico que entra por las retinas de manera casi obscena, bajo promesas
de vidas mejores o sueños cumplidos con aroma de colonias caras. La necesidad
de asociarnos a algo o alguien, buscar un rostro famoso y tener que convertirlo
cercano, tanto como que los vean haciendo hechos mundanos como andar por la calle
o comprar en un mercado.
El olvido de la miseria vendrá días antes que los
regalos, todo por pedirnos un cacho de papel con más poder del que creemos. Ese
es el gran truco de los tahúres, la necesidad de mantenernos borregos y sin
tener porque cuestionarnos nada, sordos y ciegos, valedores de búsquedas de héroes
humanos cuyas miserias intelectuales se suplen con poderío físico.
Cuerpos perfectos atados a esferas de cuero o simples
anónimos sedientos por la gula de comerse los focos televisivos. Mentes
imperfectas. Desequilibrio de una generación cuya perdición no está llevada por
una aguja sino por el narcisismo, la falta de intimidad que nos lleva a violar
nuestros propios recuerdos por busca la aceptación de alguien que en la mayoría
de las veces ni siquiera podemos ponerles rostros.
Nos hemos convertido en esclavos de nuestras propias
torres de babel.
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