Los regresos suelen ser duros,
esas rutinas que todos conocemos y deseamos que nos los cambien seis dichosos
números que por supuesto nunca son los tuyos. Una pérdida de dinero en un saco
con la palabra sueño escrita y un enorme agujero en el fondo, no es para nada
un plan brillante, tanto que sería mucho más sencillo secuestrar a cierto perro
millonario.
Entre estos desvaríos te levantas con las legañas bien situadas, deseoso
de poder tener una pistola para vaciar un cargador en el maldito despertador o
al menos una bala personal para terminar con la tortura. Inicio poco halagüeño
pero que no es sino el empujón de salida entre el frío y el calor del agua de
una ducha que parece ser demasiado bipolar para las siete de la mañana.
Mucha cafeína por vena es la primera brillante idea, pero ni siquiera el
café sabe así, la maldita cafetera no es sino una imitación barata de esa que
es capaz de llenar vasos tamaño cubata. Otro recuerdo que no ayuda a coger la
mochila, el tapper y la bolsa repleta de ropa brillante para parecer un
emigrante autóctono, desganado ante la barrera del metro, tanto que ni siquiera
intentas correr hacia el vagón cuando le ves llegar a la estación, bajo la
creencia que seguramente no lo cojas.
La ironía fina hace que por primera vez lo hubieras cogido a cambio de un
sprint.
Tres minutos arriba no llevan a ningún lado, así que esperas paciente
entres bostezos mientras miras las vías como las vacas miran al tren. Es mejor
mantener el pensamiento bajo control, no gusta que la inventiva intente
funcionar en ese estado, es mejor matar ideas antes siquiera que se formen en
la cabeza.
Esos pensamientos son peligrosos porque a veces te provocan tener que
escribirlos en papel.
En vez de eso observar sin mirar a la gente, absortos en sus micros universos
de mensajes de texto virtual o prensa gratuita de papel tangible repleto de
tinta. Un conjunto que oscila entre cualquier tonalidad de gris, bonito color
para esta villa escondida en la piel de ciudad, con sus cláxones. Atascos
salpicados con las gotas que caen suicidas del cielo para terminar haciéndose añicos
contra la parte de tu cabeza que ha perdido la batalla contra la calvicie.
Lo siguiente son dos golpes en el pecho para comprobar si aún hay alguien
viviendo allí, no es una solución, pero salir a las calles de la ciudad suelen
ser bueno para combatir esa mezcla de polución externa y nicotina propia. Es la
manera castiza de arreglar cualquier cosa, un par de ostias, una bonita manera
de recordar eso que la letra con sangre entra.
Hemoglobina perdida entre las venas congeladas de un Martes con la careta
de ser el Lunes más hijoputa de la historia, bueno tal vez no tanto, quizás
solo sea el peor de las últimas décadas…lustros…años…meses…semanas...
Arropado por la desazón girar la llave del contacto del
coche, solo para comprobar que alguna torturadora indirecta, ha dejado puesto a
esos cuarenta principales del hemisferio sur. Como una de las plagas apocalíptica
se escurren por los altavoces en busca de la producción de una otitis crónica, haciéndome
olvidar si acabo de llegar a Hollywood o simplemente hemos decidido que la
definición de música se ha convertido en algo sexista, sin alma y sin ganan de
sentir lo que se canta.
Ese es el momento que te apetece provocar un
autosuicidio propio.
Entre gasolinas, gustos de nalgas y demás lindezas que
algunos osan llamar como letras, recuerdo que la salvación esta tan cerca como
el bolsillo de mi pantalón. Mi fiel escudero con forma de reproductor de música
espera a su Don Quijote, no le decepciono, atándole cual embrión al cordón
umbilical del coche para que me salve de los molinos. No falla. Nunca se ha
equivocado a la hora de salpicarme de notas musicales el cerebro, sabiendo que
la mejor cura para este tipo de mal es una buena locura transitoria.
Tan solo necesito ocho minutos y catorce segundos de
terapia.
Quien ha conseguido traspasar mis barreras personales
sabe que una de las intimidades que más me gusta compartir es la melodía, una
canción que defina a cada relación, ya sea truculenta, divertida o íntima. Es
mi pequeña debilidad. El deseo de cerrar los ojos y montar a piezas un todo,
sintiendo las palabras hasta que se convierten en verso o los sonidos en
melodía. Poco supera la exigencia de ese deseo, canciones que retuercen cosas
que creí rectas o deshacen entuertos diarios como el de hoy.
Es difícil de explicar pero fácil de reconocer cuando
se siente, tan sencillo como sentir el deseo de vocear cual loco subido a su
colina, denudo de cualquier piel manchada de contaminación ajena a lo personal.
Dibujando la sonrisa pirata con barba ermitaño mientras sortear los coches a
golpes arrítmicos en el volante, sin mirar el tiempo, deseando que ese instante
dure toda una eternidad o al menos unas cuantas horas.
Dura ocho minutos y catorce segundos.
Lo suficiente para arreglar el día.
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