Tiempos revueltos para ser alguien con un nombre
propio donde, la marea de la muerte neuronal, es casi tan asidua a nuestras
retinas como ver morir de hambre a través nuestros televisores. Nada debe ser diferente a lo estipulado, viviendo engañados, en pensar que la vida se mide en cuantas cosas podemos coger con las manos.
Así terminamos siendo náufragos emocionales.
Mecidos tras el deseo de un lado a otro en busca de
ese imposible de escena romántica de película americana. Anhelando lo que el otro
desea, sabedores que todo tiene un precio en una época donde el consumismo se
ha convertido en la deidad.
Un beso.
Una caricia.
Un segundo de tiempo ajeno.
Nos vamos enrocando sobre nosotros mismos sumergidos
en las pantallas portátiles repletas de iconos de caras sonrientes, frías y
emocionalmente tan inertes, que terminan por invadir incluso los momentos más
privados de la intimidad. Esa necesidad de prostituir los momentos termina por
odiar al ser humano, odiarme a mi mismo y temer por convertirme en uno de esos
seres vulgares.
Intento escapar de ello pero la rutina me atrapa e
intenta destruir mis ideas locas, atraerme a la supuesta cordura escondida tras
un trabajo, casa y mujer de te quieros en el sofá, bronca de Martes y polvo de
misionero de Sábado.
No quiero pero temo terminar en ese camino.
Por eso aprovecho estos momentos que aún me siento un
poco rebelde.
Los segundos que aún pueda escapar de este sistema.