Hace unos días leí una frase que resumía bastante bien la sinrazón
humana:
Si tenemos que enseñar a nuestras hijas a defenderse para
que no sean violadas, algo no funciona en esta sociedad.
No puedo estar más de acuerdo.
Vivimos en la indignación constante de tener que ser
testigos impotentes de la barbarie, el acoso o incluso la muerte, de mujeres a
manos de seres que solo tienen de humano el número de su documento de
identidad.
Es la justificación de lo injustificable de esta lacra
social, que hay quien quiere obviarlo mirando hacia otro lado o incluso pensar
que es lo normal. Una anormalidad que deberíamos arrancar de raíz si tuviéramos
el valor de hacer frente a ese enquistado y casposo pasado que aún resuena en
el presente que, amparándose en la sombra de una cruz, incluso
se atreven a
publicar amagos de manuscritos, sobre la sumisión del género femenino para
convertirse en devota esposa.
Aunque hoy no voy a hablar de la enfermedad social sino de
los síntomas.
Lo primero es tener claro que nadie nace xenófobo, racista o
machista. Las niñas o niños no sienten impulso alguno al ver a alguien del sexo
opuesto desnudo, como mucho, una sana curiosidad del motivo por el cual unos tienen
pilila y las otras huchas. No se trata de genética sino de un mal inculcado a
base de aprendizaje erróneo, somos quienes envenenamos su inocencia a base de
pequeños detalles socialmente aceptados, pero que quedan grabados en sus
retinas como algo normal a pesar de ser erróneo.
Es esa chica que se pone un vestido corto y pensar que lo
hace porque quiere que la miren, la piropeen o directamente, babeen palabras
ofensivas sobre lo que harían con ella a solas. Un pensamiento de analfabetos.
Su elección de vestirse así es porque ellas mismas se sienten guapas, no
necesitan que nadie se lo diga o buscan provocación alguna de carroñeros con un
microondas entre las piernas.
Aunque decidiesen ir con las tetas al aire, nadie excepto
ellas, tienen derecho a valorar su decisión.
Para que nos entendamos.
Imaginemos nuestras barrigas cerveceras y la decisión de
cubrirla con una camiseta de licra porque nos apetece, de esas que marcan, para
que cuando salgamos a la calle cada persona se cruza con nosotros nos pregunten
sobre nuestro embarazo, cuando empezaremos a volar por los aires o si somos
piñatas andantes.
Sé que no son comparables pero entendéis a lo que me refiero
y hasta me atrevería a asegurar que alguno acabaría usando las manos en vez de
las palabras.
Tenemos que empezar a pensar que ellas no son princesas
esperando príncipes azules o muñecas de porcelana que necesitan la protección
de un hombre. Olvidamos algo tan esencial como que sus ovarios les recuerdan a
base de dolor que son mujeres una vez al mes o que son ellas, tras nueve meses
cargando con ese peso extra, quienes traen una nueva vida al mundo de unos
cuantos kilos de ser humano.
No es que sean invulnerables, ellas necesitan apoyo como
cualquier hombre, ni más ni menos, puesto que si algo existe que no haga diferencia
entre géneros son los giros de la vida.
Esta es la lacra que nos convierte en una sociedad tan débil
como lamentable que debemos derruir desde la base. Tenemos que dejar de
programas niños para ser futbolistas o niñas amas de casa, ni balones ni
cocinitas, sino aprender a escucharlos e intentar saber que motiva a esas
pequeñas personitas que en unos años se convertirán en nuestro futuro. Debemos
de censurar ese amago de música que habla sobre lo macho del cantante por
haberse acostado con un montón de tía o dejar de reír la gracia de esos bufones
tóxicos que venden que el futuro está en convertirse en cuerpos objetos para
triunfar en la vida.
Debemos educar bajo la tolerancia, sin restricciones de
ningún tipo y omitiendo las barreras sociales. El día que rompamos el día de
esa cadena y aprendamos que lo mejor que podemos inculcar a las nuevas
generaciones es a pensar por ellas mismas.
En ese momento tendremos derecho a llamarnos SOCIEDAD
En ese momento se terminarán los minutos de silencio.
Leia Mais…