Todo el mundo que practica el peligroso juego de la
creación tiene la apuesta casi segura de caerse en los agujeros de la propia
mente. Lugares imaginarios que son pequeños y fácilmente de esquivar o enormes
como edificios dependiendo del estado emocional, entorno o simplemente haber
dormido mal un par de noches. Cualquier cosa por insignificante puede llegar a
influir en ello, estúpidos instantes para los afables devoradores de televisión
que pueden llegar a ser mortales para el uso del ordenador para algo menos
lúdico.
Son una mierda.
Los bloqueos creativos pueden ser incluso positivos,
pero cuando se tratan de lingüísticos la cosa puede llegar a ser desesperante.
Es como si un disléxico, daltónico y
polígonero se apoderase de tu masa gris, el vecino pesado o esa chica
que quiere cuando no y cuando quieres tu ella no. Las salsas de la vida. Salsas
agrias y pasadas en una nevera sin refrigerar que lejos de resultar apetecibles
te revuelven las tripas, intoxicándote con las dudas mientras piensas que ni
siquiera sabes si el libro va a terminar de cuadrar.
Incógnitas donde se pierden capítulos, rebuscados en
un disco duro tan desordenado como el armario o la cabeza. Lo pones del derecho
y después del revés, una y otra vez, hasta que comprendes que el triángulo de
las Bermudas es ahora cuadrado y lo tienes justo sobre las piernas.
Tanto terminas adorando la inspiración como aborreces
la calma chicha, ese ansia viva por terminar el dichoso capitulo, no por el
mero placer de hacerlo sino por querer ver si aún conservas la frescura del
principio. La osadía del relato corto convertido en ensayo y madurado como un
maldito libro, uno que como con las arrugas, no paras de ver defectos
propiciados por el excesivo manoseo.
Hiperventilas.
Cierras los ojos.
Buscas el paquete de tabaco prometiéndote que lo vas
a dejar de una vez por todas.
Y te enciendes un cigarrito.
El humo hace que todo vuelva a fluir… no sabes si
bien o mal… pero al menos fluye.