No soy fanático del futbol, cada año un poco menos desde que veo a los
pega-patadas en calzoncillos en las marquesinas de autobuses. Me parece de
locos. Esa euforia colectiva alzando a gente egocéntrica, sin otro léxico que
los tópicos del deporte de élite y fracaso escolar. La necesidad del individuo
frente al grupo, los problemas o cualquier realidad lejos de un campo con forma
de coliseo romano, donde paradójicamente, los nobles saltan al césped y los
pobres abarrotan las gradas.
Sin importar que el mundo se desmorone bajo sus pies bañados en oro.
Para la supervivencia humana, siempre habrá excepciones, St Pauli por
ejemplo, un club que sacó de sus gradas el racismo y el machismo, donde cada
quince días un partido no se limita al futbol sino un cantico continúo por la
igualdad.
Pero no voy a hablar de alemanes.
Hoy quiero hablar del equipo de Madrid, el único que aún puede tener ese
título, ni vikingos ni indios, los únicos que pueden ser son Bucaneros. El
pequeño de los tres, ese que lejos de la galaxia de estrellas, se han mantenido
en el mundo terrenal para comprender que la humildad los hace grandes. Enormes.
Un rayo de esperanza para una anciana desahuciada sin ningún tipo de humanidad
y que ellos han decidido no cerrar los ojos, dar un paso adelante y hacer lo
que un Estado de corruptos no ha querido ni mover un dedo y sacarles los colores rojos y azules.
A fin de cuentas todos piensan en el verde o el negro en su defecto si son en tarjetas.
Ahora los payasos de la tele dicen que le buscarán una casa.
Ahora que saben que les puede costar más votos.
Esos mismos que no intentan perderse ni un partido en los palcos de los
otros dos “grandes” equipos, lejos de ese calor que un barrio obrero ofrece,
lejos de Vallecas, un lugar que sabe que es la solidaridad a pesar de tener
poco que ofrecer pero que ha enseñado tanto a un mundo de luces y folclore.
Envidia sana deberíamos tener de no tener un equipo como el Rayo
Vallecano cerca de nuestras casas y vergüenza ajena que no existan más como
ellos.